Guingamp, con un rico pasado histórico, ofrece a sus visitantes un gran patrimonio arquitectónico e histórico.
El centro de la ciudad es el resumen de cinco siglos de arquitectura.
Su castillo y sus murallas.
De su pasado de plaza fuerte medieval la ciudad conserva una parte de su castillo, restos del siglo XV, desmantelado por Richelieu.
La Basílica Nuestra Señora del Buen Socorro, arquitectura compleja, norte gótico con algunas arcadas románicas y parte renacentista debida a una reconstrucción parcial en 1935. Es el santuario de la virgen negra cuya fiesta se celebra el primer sábado del mes de julio con una procesión nocturna con antorchas.
La Plaza del centro es el corazón popular de Guingamp, ciudad muy bretona.
En la plaza se encuentra la fuente llamada Plomée. Data del siglo XV. Dedicada a la diosa madre de los celtas Ana, se compone de tres piletas, dos de plomo y una de granito.
A comienzos del 1820 el párroco de Guingamp, Le Guyader, va a Saint-Brieuc para pedir a Juan María dos maestros cristianos. El fundador le dio los dos mejores Hermanos. Entre ellos a su primer discípulo el Hermano Ive Le Fichand.
En Guingamp la pobreza era menos dura que en Dinan, pero la animadversión de las autoridades civiles y de ciertas familias sometió a los nuevos llegados a otro género de pruebas. El Hermano Ive murió en esta época. “Era un alma santa en un cuerpo débil y agotado antes de la edad, por el trabajo y las austeridades; su salud se quebró”.
En cuanto Juan María supo que el primer Hermano de su congregación iba a morir acudió inmediatamente a Guingamp. Al ver a su superior el enfermo unió las manos: “Padre muero contento”. El fundador impartió los últimos sacramentos al joven predestinado que se iba al cielo para defender la causa de su instituto.
El Hermano Ive Le Fichand está enterrado en el cementerio de la ciudad.
Para facilitar la acogida de los Hermanos en el pueblo, mientras preparan su llegada Juan María da una importante misión. El 25 de agosto de 1820 comienza en Guingamp una misión con gran afluencia de personas. Al comenzar a hablar desde el púlpito, mirando al fondo de la iglesia, se da cuenta que en la plaza, a la entrada de la iglesia hay gran cantidad de gente que quiere entrar. Sale y se sitúa cerca de la fuente pública. Preparan rápidamente con tablas un rústico estrado y desde él dirige su primer sermón. Durante varios días al pie de este púlpito improvisado la multitud acude a escucharle.
En 1841 dará otra misión en Guingamp.
El 16 de diciembre de 1847 Juan María sufre una congestión cerebral cuando comenzaba la misa en Guingamp.
Apenas nuestra congregación acaba de establecerse y ya tenemos que deplorar la pérdida de uno de nuestros Hermanos y celebrar durante el retiro un servicio fúnebre. Así, queridos Hermanos, aunque sean muy jóvenes, deben pensar seriamente en la muerte, y prepararse cada día, puesto que su último día les es desconocido, como lo era para el buen Hermano Ivo, del cual esta triste solemnidad nos recuerda su memoria. ¡Ay! ¿Quién le hubiera dicho, cuando estábamos reunidos en Auray, hace quince meses, que asistía por última vez al retiro, y que al separarse de ustedes, al final de este piadoso ejercicio, se separaba para siempre? No me equivoco, queridos Hermanos, aunque no viva ya en esta tierra, los lazos de la caridad que le unían a la congregación no se han roto; vive en el seno de Dios, vive para no morir; y si él ha ido el primero al cielo, es para protegernos allí con sus oraciones, y para que nuestra sociedad naciente tenga en su persona, cerca de Jesucristo, un intercesor y en cierto sentido un patrono. Sí, tengo la dulce confianza de que si el Señor le ha llamado antes que a otros, es porque más que otros era digno de recibir ya la recompensa que está prometida a todos. El la ha merecido por su celo, por su piedad, por su humildad, en una palabra, por sus eminentes virtudes que practicó constantemente desde la época dichosa en que se consagró al servicio de Jesucristo en nuestra congregación. En el noviciado fue un modelo de regularidad y sobre todo de obediencia. No creo que le haya sucedido ni una sola vez, no digo de faltar a lo que le estaba mandado, sino de testimoniar la menor repugnancia en ejecutar lo que se le pedía. A menudo incluso no quería usar de la libertad de obrar a su gusto, que se le dejaba, tan grande era el deseo de romper la propia voluntad para no hacer más que la de Dios.
Habiéndome obligado las circunstancias a abrir una escuela en Guingamp, sin que pudiese retardar la decisión, le escogí para dirigirla, aunque su instrucción estaba despuntando apenas; otro, menos humilde que él, hubiera temido no tener suficientes talentos para enseñar en una ciudad donde era necesario, por otra parte, luchar contra otra escuela poderosamente protegida. El buen Hermano Ivo puso en Dios toda su confianza, y no quedó defraudado.
Me acuerdo que cuando llegamos juntos para abrir las clases, le miraban con una especie de compasión. Su exterior era desagradable, hablaba mal el francés; le juzgaban sólo por sus cualidades exteriores; no creían que hubiese podido conseguir el más pequeño éxito. Pero este pobre Hermano del que se tenía una tan pobre idea estaba sin embargo lleno de méritos, poseía en el más alto grado el espíritu de su estado, era un santo y Dios ha bendecido sus trabajos de una manera extraordinaria. Cada día la escuela aumentaba, los progresos de los niños era rápidos, amaban al buen Hermano que les amaba y les atraía por su dulzura, dóciles a sus consejos, le escuchaban con respeto religioso, se corregían, de modo que al cabo de algunos meses, todos los habitantes de la ciudad cantaban sus alabanzas. Pero él, sordo al ruido de la gloria, no pensaba más que en agradecer al Señor sus favores y redoblaba su caridad hacia los demás y su severidad hacia él mismo. Bajo este último aspecto quizá ha ido demasiado lejos, porque su amor por la mortificación y la pobreza eran tan grandes que se privaba de cosas que le eran necesarias, que yo le hubiera hecho tener si hubiera sabido que le faltaban. Habiéndose debilitado su salud, continuó sin embargo las clases, sin lamentarse, hasta el final de la cuaresma; al fin, de repente, se le declaró una grave enfermedad y en una carta me anunció que se temía por su vida. Voy enseguida… ¡Ah!, queridos Hermanos, jamás olvidaré esta visita tan dolorosa y al mismo tiempo tan consoladora que le hice. Yo quería ver si era posible llevarle a Saint Brieuc en mi coche, pero por desgracia era demasiado tarde; ya había recibido los últimos sacramentos de la iglesia; me dicen que tenía a menudo delirios; sin embargo tuvo el espíritu plenamente consciente, mientras permanecí a su lado; me hablaba de todos ustedes, me preguntó por cada uno con el mayor interés, y en cuanto le concernía, me mostró el deseo de volver al noviciado tan pronto como se lo permitiesen sus fuerzas. A continuación me habló de sus queridos niños de los que se ocupaba constantemente; el médico le había mandado no preocuparse tanto, porque podía agitarle, pero esto le era imposible; y hasta su último suspiro, les tuvo presentes en su memoria y les llevaba en su corazón; me recomendaba a algunos en particular, dándome detalles sobre la conducta de casi todos y al fin en sus labios casi marchitos se dibuja una sonrisa. Padre, me dice, los libros que distribuyó en su último viaje han producido un gran bien, mis niños hacen ahora todos la lectura espiritual como pequeños religiosos: ¡Oh, qué alegría ver la religión renacer así! Yo les digo sus propias expresiones, pero no puedo pintarles todo lo que había de amable, de tierno y de celeste en la mirada y en el sonido de voz, casi apagada, de este santo Hermano. Por fin, pocos días después, la enfermedad habiendo acabado de arruinar sus fuerzas, no había duda de que había llegado al fin. Por una gracia particular, la conciencia que había perdido, le volvió entera, pudo recibir de nuevo los sacramentos; pidió el crucifijo de su profesión, y teniéndole entre sus manos, hizo antes de comulgar, el sacrificio de su vida, recomendó su alma a Dios, y en este instante, su fervor, su piedad eran tan intensos que todos los asistentes se deshacían en lágrimas.
“Discite a me quia mitis sum et humilis corde et invenietis requiem animabus vestris”: (Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán descanso para sus almas)
¡Qué pocos cristianos, y podré decir, qué pocos religiosos escuchan con un corazón dócil esta lección que Jesucristo da a sus discípulos, y procuran ponerla en práctica! Nada se teme tanto como ocultarse, humillarse, anonadarse, y el orgullo es, de entre todas las tentaciones aquella en la que caen con más frecuencia incluso las almas que aspiran a una alta perfección.
No necesitamos más que contemplar los ejemplos de nuestro Salvador, para experimentar un vivo sentimiento de estima por esta virtud que le fue tan querida. Sí, cuando vemos al Rey de la gloria que viene al mundo eligiendo la condición de esclavo, en la vida más oscura, condenándose a sufrir los desprecios, los oprobios, los ultrajes, enrojecemos al vernos tan ávidos de las alabanzas de los hombres, tan deseosos de atraer sus miradas, tan sensibles a sus censuras.
Estamos convencidos interiormente de la necesidad de ser humildes y sentimos el deseo de llegar a serlo. Sin embargo, la triste experiencia de cada día nos enseña que bajo los pretextos más frívolos, en las relaciones con nuestro prójimo, nos solemos conducir por principios muy diferentes de los que parecían tan bonitos en teoría, y que a menudo, las personas que mejor hablan de la humildad, en realidad son menos humildes que los demás.
Mi objetivo en esta instrucción no es, pues, demostrarles la excelencia de esta virtud, de la que ya Jesucristo nos ha dado a entender de una manera tan evidente por sus sufrimientos que le es infinitamente preciosa y santa a sus ojos. No duden de ello, mis queridos Hermanos; pero tengo miedo, y quiera Dios que mis temores no sean fundados, tengo miedo de que en su conducta diaria, el orgullo, la presunción y la vanagloria dominen sus acciones y les quiten el mérito. Recojámonos, y que cada uno tome la firme resolución de corregirse.
Para empezar, ¿no suele haber ostentación en sus palabras? ¿No se dan importancia por sus cualidades y sus méritos? O más bien ¿no se parecen a aquellas vírgenes necias del Evangelio, que gastaron todo su aceite y que no tienen ninguna recompensa que esperar de Dios, puesto que no han trabajado más que para el mundo? ¿Cómo?, me contestan, ¿nos está prohibido hablar de nuestros talentos, de los éxitos con nuestros alumnos, del bien que hacemos en nuestra clase? ¿No es este el modo de hacer un bien más grande, de dar a nuestra Congregación naciente la consideración pública, sin la cual no podría extenderse ni fortificarse? Si tales pensamientos son los de ustedes, Hermanos míos, les declaro que no teniendo el espíritu de su vocación, ustedes son indignos del título que llevan; se parecen a aquellos religiosos que, extrañados de ver a San Francisco fundar sus esperanzas en la humillación de los miembros de la Orden que había fundado, le solicitaban que escuchase y siguiese los consejos de la prudencia humana, y les permitiese salir de este estado de abnegación completa de ellos mismos en el cual parecía que se complacía en tenerlos y hundirlos, y les digo como él, con dolor y lágrimas: ¡Oh, Hermanos míos!, ¡Oh, Hermanos míos! ¿Quieren arrancar de mis manos la victoria del mundo? ¿Quieren impedirme el vencerle, como Jesucristo le ha vencido? El ha triunfado por sus humillaciones, por su cruz, ha dicho que su gloria no era nada, ha sido pisoteado como un gusano de la tierra, golpeado, despreciado, anonadado. Y ustedes ¡pretenden que el mundo les aplauda! ¡Dicen que es necesario que se tenga una alta idea de lo que pueden hacer y de lo que son! ¡Se avergüenzan de esta cruz que llevan al pecho! ¡Parece que tienen miedo de que se la vea en sus escuelas! ¡Pobres insensatos! ¡Es por ella que son grandes! Sin ella, ¡no son nada! Son algo menos aún que nada, si es posible expresarse así. ¡Oh, qué pena me dan cuando les oigo vanagloriarse de que poseen a fondo la ciencia del alfabeto! Cuando les veo que presentan su cuaderno sobre el cual han trazado algunos rasgos más o menos informes, más o menos regulares, como si valiera la pena que uno se distrajera mirándolo. ¡Vale ya, hijo mío! Su gloria, compréndanlo bien, es hacer cristianos de estos niños que sin ustedes no lo serían nunca. De estos niños que no pueden llegar a serlo más que en la medida en que ustedes les enseñen, no con sus discursos sino con sus ejemplos, a ser humildes de corazón. De estos niños a quienes deben asemejarse para que les pertenezca el reino de los cielos.
¿Entienden bien esto, hijos míos? ¿Todavía saldrán de la boca de ustedes ridículas palabras de orgullo? ¿Todavía se obstinarán en ser tan ávidos de alabanzas humanas? ¿Irán a mendigarlas como un pobre que va de puerta en puerta recogiendo del suelo viles riquezas de metal que desdeñan poner en su mano y que las arrojan a sus pies? Hijos míos, si siguen ese camino, la Congregación será destruida. La despojarán de ese carácter divino que la hace tan hermosa. Ustedes no serán más que maestros de escuela, como se encuentran por todas partes. O más bien son menos que ellos, porque ellos por el precio de sus servicios piden dinero, y ustedes se contentan con un poco de ruido, con algunas palabras vanas pronunciadas por complacencia y que el viento disipa como el humo. ¿Piensan en ello? Y después de haber trabajado toda su vida, ¿para qué les habrán servido sus trabajos? ¡Ay! Sus penas, sus fatigas son semejantes a aquellos tesoros del piadoso rey Exequias, a quien siguiendo las amenazas del profeta, se los robaron los mismos Caldeos a quienes se les había mostrado por vanidad.
Ustedes serán despojados de todos sus méritos. No habrán hecho nada por Dios. Dios no les deberá nada y así, abandonarán las recompensas que les están prometidas en el cielo, para alimentarse locamente de ilusiones mentirosas y de una gloria engañosa.
Hijos míos, créanme. Oculten el bien que hacen. Una virtud escondida llega a ser un verdadero tesoro. Y la vanidad es como un ladrón doméstico, que roba todo lo que ve.
Pero la humildad no consiste solamente en evitar las palabras altivas, en despreciar los discursos frívolos de los hombres, en no fijarse en sus alabanzas. Es preciso, además, no inquietarse por su desprecio y soportar en paz e incluso con alegría, si se puede, las pruebas de la humillación a las cuales uno está expuesto.
A menudo sucederá que serán tratados con dureza por aquellas personas con las que están obligados a relacionaros habitualmente. Otras veces se burlarán con malicia de lo que han hecho o de lo que han dicho. Otras, interpretarán al revés sus atenciones o bien les hablarán con un tono brusco o de desprecio. Entonces, si en lugar de guardar silencio, explotan en reproches y en murmuraciones; si responden con amargura, no tienen humildad, no merecen llevar el títulode religiosos, ya que no están muertos al mundo ni a ustedes mismos. Un verdadero religioso no se enfada nunca cuando recibe ultrajes. Las injurias, los malos tratos, no dejan huella en su alma. Lejos de irritarse, se muestra paciente, dulce, modesto y afable. Su frente está siempre serena, su corazón abierto a todos. No abre su boca más que para decir palabras corteses, y cuando procuran humillarle, él quisiera humillarse más aún. Sin duda que esto le cuesta, pero sabe que el sacrificio de su amor propio es muy valioso a los ojos de Dios, porque es difícil conseguirlo en plenitud. Se acuerda que, siguiendo la Palabra del Salvador, hay que bajar para subir, humillarse para ser exaltado; y que, en fin, en el abismo de su nada es donde el cristiano, digno de este nombre, encuentra el más alto grado de la verdadera gloria.
Examínense según estos principios y vean qué lejos están de ser humildes, hijos míos, ustedes que no pueden soportar nada, ni las ligeras molestias que sus Hermanos les ocasionan de vez en cuando, ni las advertencias de sus Superiores. Ustedes que están siempre dispuestos a defenderse cuando se les reprende, a vengarse cuando se les escapa una palabra molesta a aquéllos que viven con ustedes. Ustedes que, en vez de ponerse siempre en el último lugar y de evitar con cuidado toda distinción, las desean con inquietud, y les duele constantemente que no se tengan en cuenta sus méritos. Ustedes que se creen con derecho a mandar a todo el mundo y que no quieren obedecer a nadie. ¡Ah, hijos míos! ¡Qué terrible es este examen!
¿Dónde están entre nosotros esos religiosos que, a ejemplo de los santos, no se prefieren a nadie, no tienen ninguna estima de sí mismos, les gusta ser reprendidos de sus faltas y miran las humillaciones como algo que es de justicia, como una dicha que nunca podrán agradecer suficientemente a Dios? ¿Dónde están, hijos míos?»
(Antes de la elección de la superiora)
«Cuando Jesucristo dejó a los apóstoles, éstos recibieron el Espíritu Santo de quien les había anunciado la llegada. Se reunieron y con fervientes oraciones pidieron al cielo nuevas luces para elegir a quien debía reemplazar en medio de ellos al discípulo traidor. A su ejemplo la Iglesia ha hecho preceder siempre las elecciones canónicas con ayunos y oraciones para obtener que el Señor escoja y designe, en cierto modo, él mismo, a aquellos que por medio de su autoridad deben mantener las santas reglas y representarle en la tierra; ahora que ustedes en su presencia van a proceder a un acto tan importante redoblemos, mis queridas hermanas, el ardor y el celo para obtener de Dios que él dirija sus sufragios hacia aquella de entre ustedes que es la más digna a sus ojos para conducirlas por las vías de la perfección religiosa. El orden de una casa depende casi siempre de la superiora que la gobierna: si esta superiora es firme, sin altanería, condescendiente sin debilidad; si sabe como el apóstol combinar la paciencia y la modestia de Jesucristo; si sabe instruir a sus hermanas más por sus ejemplos que por sus discursos; si ella es a la vez madre y modelo, Dios bendecirá sus esfuerzos y reinará en la comunidad, confiada a sus cuidados, junto con el amor y la santa observancia de la regla, la paz, la unión y todas las virtudes. Así será sin duda, queridas hermanas, la superiora que se van a dar a ustedes mismas, o mejor, que el cielo les va a dar si, como creo, apartando de su espíritu todo interés particular, toda consideración humana, no buscan más que conocer la voluntad de Dios y si no ponen ningún obstáculo a que él se la manifieste. Entonces, la que sea elegida será el consuelo de ustedes, su apoyo, su consejera, su fuerza, como ustedes serán, a su vez, su alegría y su corona. El buen espíritu que anima a los miembros de esta casa se perpetuará; no serán más que un solo corazón y una sola alma, lo mismo que no tienen más que un esposo y una esperanza, y para hacer de antemano, en dos palabras, el elogio, de la venerable superiora que la ha precedido y que ahora pierden, la que es en estos momentos, y que será siempre, el objeto del amor de ustedes y su recuerdo. La Santísima Virgen espera que Jesucristo sobre la cruz la indique aquella que debe ocupar su lugar aquí abajo.
Recemos hermanas para que el Señor se digne iluminar la elección de ustedes y derramar sus bendiciones y sus luces sobre la que será propuesta para conducir sus almas.»
Ante el inminente peligro de la Enseñanza Mutua, detectado por la sensibilidad de Juan María, su reacción es sensibilizar al clero sobre el peligro que se avecina. Por eso sube al púlpito y habla a los sacerdotes, reunidos para hacer el retiro. Organiza misiones para hacer ver la importancia de la educación y suscitar la colaboración de los padres para abrir escuelas para sus hijos. Así nacen las escuelas de Guingamp, Pordic, Saint-Brieuc. Responde por medio de la pluma escribiendo el 20 de septiembre de 1819 un librito contra la Enseñanza Mutua. Lo mismo que para responder a una situación pone todos los medios en marcha posibles, igual para atacar otra hace lo mismo: misiones, escritos, obras.
Saca un librito con directrices sobre educación para padres y profesores, y en él vemos cómo llama la atención sobre la responsabilidad y el cuidado que se debe tener al elegir y conocer bien el colegio al que se confía los hijos: “Infórmense ahora, padres y madres, que ponen en primer lugar entre sus deberes el de procurar la dicha y la salvación de sus hijos por una educación cristiana. Vean la importancia de no confiarles nunca en manos de aquellos de los que no podrían fiarse. Asegúrense frecuentemente de que la justa solicitud de ustedes no es engañada.”
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Juan María, Peregrinación Menesiana - 18 de julio de 2008 -
“Que todos se presten, para ir a Dios y cumplir su obra, mutuo apoyo.” (Regla de 1835)
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