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Juan María de La Mennais: Los ojos abiertos a más vida...
Forjado a fuego
Lo tiene claro. Le ha costado demasiado el arrancar la autorización paterna, después de bastantes peticiones denegadas. (“Mi padre no quería. Pero, por fin, el día de San Francisco Javier de 1801 he insistido y al fin me ha dado permiso para ir a París”). Está inconmoviblemente seguro, mientras camina a paso rápido por las calles de París tras ese hombre mucho mayor que él, que acaba de empezar 21 años. Ha sido una pura coincidencia. El acaba de aprovechar el permiso paterno y ha llegado a París hace muy poco. En la voz del cura que celebra la misa ha creído reconocer una voz antigua, adormecida casi ya en los recuerdos de la infancia. Pero a medida que avanza la misa, esa voz ha ido tomando cuerpo y nombre: era el obispo que conoció de niño muchas veces en la casa de su padre. Acaba de llegar del destierro y por puro azar (¿por puro azar?) han coincidido en esta misa, extraños los dos, recién llegados a esta ciudad que resulta tan grande a la gente que, como ellos dos, es sencilla y provinciana.
Ya han llegado. Es la calle Vaugirard. Y se detienen en el convento de los carmelitas. Aquí, hace ahora nueve años, y en otros convento-prisión, las hordas revolucionarias establecieron un rito de sangre y muerte. Dicen que murieron asesinados millares de personas, y entre ellos unos trescientos sacerdotes. Y el obispo, con la libertad recién estrenada tras un largo exilio, le dispara a bocajarro: “Mira bien estas paredes…¿insistes en querer ser sacerdote?”. Es una de las pocas cosas que Juan María ha acertado a decirle al obispo cuando se ha dado a conocer, en medio de los saludos: el objeto de su estancia en París es su decisión de ser sacerdote. “¿Insistes…?”