«Les he dicho a menudo, que preferiría no tener más que tres hermanos muy humildes a trescientos que no tuvieran el espíritu de su estado.
No será el número quien haga la fuerza de la congregación, sino la humildad»
(apuntes del Hno. Luis de un sermón del fundador en 1823)
Señor que nuestra vida sea
como una quena simple y recta,
/para que Tú puedas llenarla;
llenarla con tu música./ (bis)
Señor que nuestra vida sea
arcilla blanda entre tus manos,
/para que tu puedas formarla,
formarla a tu manera./ (bis)
Señor, que nuestra vida sea
semilla suelta por el aire,
/para que Tú puedas sembrarla,
sembrarla donde quieras./ (bis)
Señor que nuestra vida sea
leñita humilde y siempre seca,
/para que Tú puedas quemarla,
quemarla para el pobre./ (bis)
«Estad en la mano de Dios como pequeños niños muy humildes, muy dóciles, muy sencillos que se dejan llevar, traer, levantar, acostar, que son dóciles y dispuestos a toda clase de movimientos, y Dios os bendecirá, os iluminará, y os recompensará en la eternidad del bien que hubieseis querido hacer como del que habéis hecho»
(S VII p. 2232)
1 Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
2 sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
3 Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre.
«El orgullo es un poder de destrucción; juzgar lo que puede; echa abajo en el fondo del corazón del hombre la obra del mismo Dios»
(M. 62)
6 Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
7 al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
8 se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
9 Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
10 de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
11 y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Mi objetivo en esta instrucción no es, pues, el demostrarles la excelencia de esta virtud, que ya Jesucristo nos ha dado a entender por sus sufrimientos y de una manera tan evidente, que es infinitamente preciosa y santa a sus ojos. No duden de ello, mis queridos hermanos; pero tengo miedo, y quiera Dios que mis temores no sean fundados, tengo miedo de que en vuestra conducta diaria, el orgullo, la presunción y la vanagloria dominen sus acciones y les quiten el mérito. Recojámonos, y que cada uno tome la firme resolución de corregirse.
Por de pronto… cómo, me contestáis, ¿nos está prohibido hablar de nuestros talentos, de los éxitos con nuestros alumnos, del bien que hacemos en nuestra clase? ¿No es este el modo de hacer un bien más grande, de dar a nuestra congregación naciente la consideración pública, sin la cual no podría extenderse ni fortificarse? Si tales pensamientos son los de ustedes, hermanos míos, los declaro que no teniendo el espíritu de su vocación, son indignos del título que llevan; se parecen a aquellos religiosos que, extrañados de ver a S. Francisco fundar sus esperanzas en la humillación de los miembros de la orden que había fundado, le solicitaban que escuchase y siguiese los consejos de la prudencia humana, y les permitiese salir de este estado de abnegación completa de ellos mismos en el cual parecía que se complacía en tenerlos y hundirlos, y les digo como él, con dolor y lágrimas: ¡Oh, hermanos míos!, ¡Oh, hermanos míos! ¿Quieren arrancar de mis manos la victoria del mundo? ¿Quieren impedirme el vencerle, como Jesucristo le ha vencido?
El ha triunfado por sus humillaciones, por su cruz, ha dicho que su gloria no era nada, ha sido pisoteado como un gusano de la tierra, golpeado, despreciado, anonadado. Y ustedes ¡pretenden que el mundo los aplauda!
Dicen que es necesario que se tenga una alta idea de lo que pueden hacer y de lo que son. ¡Se avergüenzan de esta cruz que llevan al pecho! ¡Parece que tienen miedo de que se la vea en sus escuelas! Pobres insensatos! ¡Es por ella que son grandes! Sin ella, ¡no son nada! Son algo menos aún que la nada, si es posible expresarse así.
¡Oh, qué pena me dan cuando les oigo vanagloriarse de que poseen a fondo la ciencia del alfabeto! Cuando les veo que presentan su diario sobre el cual han trazado algunos rasgos más o menos informes, más o menos regulares, como si valiera la pena que uno se distrajera mirándolo. ¡Deja ya, hijo mío! Tu gloria, compréndelo bien, es hacer cristianos a estos niños que sin ustedes no lo serían nunca. A estos niños que no pueden llegar a serlo más que en la medida en que ustedes les enseñen, no con sus discursos sino con sus ejemplos a ser humildes de corazón. A estos niños a quienes deben asemejarse para que les pertenezca el reino de los cielos.
Pero la humildad no consiste solamente en evitar las palabras altivas, en despreciar los discursos frívolos de los hombres, en no fijarse en sus alabanzas. Es preciso, además, no inquietarse por su desprecio y soportar en paz e incluso con alegría, si se puede, las pruebas de humillación a las cuales uno está expuesto.
(Extracto de un sermón sobre la humildad).
«Le recomiendo ser siempre profundamente humilde, de no disimular ninguna de sus faltas; pero no limitarse a reconocerlas y a gemir; es necesario renovar cada día la resolución de no volver a caer, y emplear con valor todos los medios que les serán indicados para eso. El primero de todos es el recogimiento, la atención continua a la presencia de Dios: si se disipa todo irá mal, muy mal; mientras que si tiene el espíritu interior, si se acuerda, por así decir, en cada instante que Dios le ve y si busca únicamente glorificarle por todas sus acciones, no habrá ninguna que no sea digna de un religioso».
(Carta al hno. André del 17 oct. 1823. ATC VI p. 5-6)
Señor Jesús, tú que eres la paz
haz que esta paz baje a la tierra
a los hombres de buena voluntad.
Tú nos la das, no como la da el mundo,
pues es fruto de la sincera humildad y
del perfecto abandono en Dios Sólo.
Señor, tú que nos hiciste mensajeros de la paz
haz que evitemos todo lo que pueda
turbarla en lo más mínimo,
y que hagamos todos los sacrificios
necesarios para conservarla,
pues cada uno es su precio,
y ella, el más precioso de todos los tesoros.
Señor, sabemos que la paz es la unidad en la diversidad,
que su fuente está en la caridad,
que es un don, un regalo tuyo,
y nuestro trabajo por ella
consiste en la construcción de la unidad.
Haznos, Señor, enviados de paz,
llamados a procurarla y extenderla a todo el mundo.
Amén.
Juan María de la Mennais
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Profesión religiosa, Vocacional - 6 de octubre de 2009 -
“No se puede vivir bien, mientras no se sepa orar bien.”
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